martes, 10 de mayo de 2016

Las recetas en el diseño de marca

Por:

NORBERTO CHAVES



 Mi artículo anterior, Toda marca debe ser…, ha sido uno de los que más opiniones (y respuestas) ha recibido. Evidentemente la retórica de la paradoja y la ironía es efectiva, pues pone el dedo en la llaga y motiva las reacciones. Visto el éxito, la utilizaré más a menudo. Pero esta técnica también tiene sus inconvenientes: no todo el mundo capta los dobles sentidos y, a veces, los chistes hay que explicarlos. Una cosa es parodiar el pensamiento simplista y otra es ser un simple: algunos me tomaron por «elemental». Afortunadamente, la mayoría de los opinantes parecen haber captado el sentido de mi ironía.
En atención a esas respuestas y, especialmente, a aquellas que manifestaron reservas o dudas, he considerado útil para todos, incluso para mí, extenderme en las aclaraciones. En aquel artículo creo haber dejado bien claro que el problema no está en la norma sino en su pretensión de universalidad; pretensión manifiesta en la palabra «toda». O sea, he afirmado que esas normas no son falsas, pues, en algunos casos constituyen criterios válidos y han de aplicarse. Este aspecto parece no haber sido percibido por algunos de los lectores.
En el universo amplísimo de las marcas corporativas (y, ni qué decir, en el de las marcas gráficas en general) resulta absolutamente imposible (además de absurdo) buscar una norma general. Ni siquiera es válida la supuesta universalidad de la necesidad de marca gráfica: hay entidades que no la tienen, no la necesitan y sería grave que se la inventaran.
De todos modos, conviene dejar claro que el cuestionamiento de aquellas normas devenidas dogmas no debe conducir a la idea, igualmente errónea, de que el diseño de una marca gráfica está libre de condicionamientos y que el diseñador puede hacer lo que se le ocurra: no cualquier cosa es una marca.
La convicción de que en el diseño de marcas gráficas no existen normas de aplicación universal no debe asociarse a una reivindicación de la indeterminación ni de la «libertad creativa». Aquella convicción surge del análisis del campo exhaustivo de las marcas gráficas, o sea, de las marcas de la totalidad de sectores que las utilizan.
Aun descartando las marcas de productos y servicios, y restringiéndonos a las marcas corporativas e institucionales, dicho universo es de una heterogeneidad inmensa y requiere, consecuentemente, marcas de muy distinto tipo: son diversos los requerimientos específicos de cada sector e, incluso, de cada entidad individual.
Para dar un ejemplo palmario: un país que se llama República Dominicana no puede tener una marca del mismo tipo que uno que se llama Cuba. Ambos necesitan una marca-país. Sus perfiles y condiciones de comunicación son muy similares; pero uno tiene un nombre de diecinueve letras y el otro de cuatro. En el primero, la necesidad de un símbolo es indiscutible, mientras que el segundo podría limitarse, si conviniera, a usar sólo un logotipo con fondo.
Normalmente, la tendencia a reivindicar algún requerimiento universal —por ejemplo, la síntesis— proviene de que el campo considerado se ha limitado a ciertos y determinados sectores, donde sí es pertinente tal requisito. O sea que el análisis de campo no ha sido completo.
Si el análisis incluyera, por ejemplo, el sector moda, la exigencia de síntesis prácticamente desaparecería. Verificarlo: Ermenegildo Zegna, Adolfo Domínguez, Marithé y Francois Girbaud… Los ejemplos sobran. Cambiando de sector, la exigencia de síntesis, que es alta en un banco comercial, desaparece en un banco central; legítimamente, este último podría tener un logotipo extenso y un símbolo complejo.
¿Qué es, entonces, exactamente lo que debe respetar toda marca gráfica? Para cerrar el artículo, yo decía que dichos condicionamientos provienen de dos fuentes: el perfil de la entidad y las condiciones en que emitirá sus mensajes visuales. Lo cual no es poco pedir: toda marca (aquí «toda» es totalmente válido) debe ser fiel a la identidad de lo marcado y al modo en que se transmitirá.
O sea que la marca no debe «desidentificar» a la entidad, no debe resultar gratuita, caprichosa, artificial, absurda; sino «naturalizarse» lo más pronto posible y aparecer como «la única forma de identificarse ese sujeto». Aquel signo, que siempre nacerá con algún grado de aleatoriedad (su forma nunca será «científica») debe resultar, a la brevedad, inopinable e inmejorable. Ello alimentará la acumulación de capital marcario. Basta mirar la realidad para verificar este hecho.
Y ese perfil debe entenderse, más que como «identidad» como «personalidad» o «carácter». Son los rasgos tipológicos y estilísticos (igual que en las personas) los que connotan la identidad. Sólo en un segundo plano pueden aparecer referencias semánticas, si es que éstas fueran necesarias (en general, no lo son). Ser fiel a la identidad no es sinónimo de «narrarla». Una de aquellas creencias erróneas es, precisamente, el a priori de la narratividad obligatoria.
Las prostitutas (noble oficio que merecería mayor respeto) se identifican públicamente mediante una serie de estilos de conducta, de indumentaria y de cosmética, que evitan todo equívoco. Ninguna lleva en el pecho el letrero «soy puta» (trato de ser claro). La identidad es más cuestión de retórica que de semántica.
La segunda fuente de condicionamientos eran las condiciones de emisión. La marca debe tener excelente desempeño funcional; pero esta exigencia de rendimiento no es idéntica en todos los casos. Igual que el perfil, ese rendimiento depende de cada entidad concreta. Unas deben vociferar, otras hablar en voz baja. Unas deben poder leerse a alta velocidad, otras con todo el tiempo del mundo. Unas deben agarrarse a la retina social a la primera, en otras dará igual si se recuerdan o no. Unas deben ser insólitas, otras absolutamente convencionales. La clave está en saber en qué caso se inscribe cada cliente.
En síntesis, lo opuesto al dogma a priori no es la libertad plena sino el reconocimiento y respeto de los reales condicionantes específicos de cada caso. «No hay enfermedades sino enfermos»; y el medicamento que salva a unos puede matar a otros. El dogmatismo es fruto de la pereza intelectual que, en vez de tomarse el trabajo de conocer minuciosamente al paciente —que es individual e irrepetible— y darle un tratamiento a medida, le receta la droga estándar… ¡y que pase el que sigue!
Entre los comentarios recibidos a aquel artículo, otro merece una atención especial: el interrogante acerca del origen de aquellas doce «normas»: ¿de dónde las he extraído? Y le daré respuesta, pues el tema también da de sí. A todo profesional experimentado le resultará ocioso tener que explicar cosas tan obvias; y eso aparece en algunos de los comentarios de los lectores. Pero la realidad prueba que tan obvias no son. Esas falsas normas universales no las he inventado yo para «tomarle el pelo» a nadie. Las he venido oyendo, durante décadas, de boca de estudiantes, profesionales, de los propios clientes y —lo que es peor— de docentes. O sea, no es exacto que todo el mundo sepa que estas normas no son de aplicación ineludible.
Por otra parte, sólo he reproducido las más manidas: hay muchos mitos más. Y, para comprobarlo, bastará salir a la calle y ver la exuberante cantidad de marcas defectuosas, fruto de aquellas creencias, y que han salido de manos de diseñadores. En estos errores no sólo incurren pequeños negocios de barrio sino, incluso, multinacionales atendidas por empresas de diseño corporativo que se autopromueven como líderes en branding. O sea: la crítica está plenamente justificada.
Afortunadamente, resulta obvio que no todos los diseñadores practican este tipo de pensamiento elemental. Hay profesionales —maduros y jóvenes— en cuyos catálogos de obra resulta difícil encontrar errores. Y ello se debe a que dominan a la perfección lo tipológico y lo estilístico; y saben adminístralo sabiamente en cada caso. Por eso, su obra suele dar el aspecto de una obra de varios autores: no hay manierismos ni fórmulas, ni —mucho menos— estilo personal.
Pero el riesgo de las recetas (por no citar las modas) es altísimo. Hace unos años un diseñador me mostró su extenso catálogo de marcas, todas de excelente calidad gráfica. Allí había todo tipo de cliente: instituciones públicas, empresas industriales, productos de consumo, cadenas comerciales, asociaciones profesionales. A pesar de ello, la absoluta totalidad de las marcas respondían a un único modelo: el típico símbolo icónico más el logotipo. Yo lo felicité por la calidad y le pregunté por la razón de que a todos les haya dado idéntica respuesta tipológica. Sin dudar un instante, con una seguridad absoluta, como quien sabe la verdad, me espetó: «El símbolo es indispensable pues permite una lectura más rápida que el logotipo». Y se quedó «tan pancho», convencido de que me había enseñado algo. Diplomáticamente, yo le agradecí su enseñanza; pero, para mis adentros pensé: «¿Y a ti quién te enseñó que la velocidad es un requisito universal y que todo logotipo es lento?».
A una persona adulta que recita sin pudor un disparate como aquel jamás hay que llevarle la contra. Yo escribo, básicamente, para los estudiantes. Intento, entre otras cosas, advertirlos de los riesgos de las recetas. En cambio, a aquellos profesionales en quienes ya han cristalizado unas creencias que les dan seguridad y les ahorran el esfuerzo de pensar, no hay consejo que les ayude ni realidad que les abra los ojos: siempre verán lo que han decidido ver antes de mirar.

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